El temor a perder el control sobre el propio pensamiento, conducta o impulsos, es frecuente en los trastornos de ansiedad. En cierto modo, este sentimiento, o pre-sentimiento, es consubstancial a la experiencia de ansiedad elevada. Si la ansiedad guarda relación, como hemos señalado en otros documentos de la web, con la percepción del sujeto de verse desbordado, respecto de su capacidad y recursos, por las demandas y exigencias del medio (externo o interno), es natural que dicha experiencia se equipare a pérdida de control sobre uno mismo o sobre el medio: cuando tenemos una dificultad pero es asumible, nos consideramos con los recursos, apoyos, y capacidad para hacerla frente, decimos, en términos coloquiales, que “tenemos un problema, no está resulto, pero está controlado”. Si, por el contrario, nos vemos excedidos o desbordados decimos que “tenemos un problema, no está resuelto, ni bajo control”, es decir nos sentimos a merced de las circunstancias.
Es probable que la ansiedad altere la ejecución de repertorios de conducta, incluso algunos que normalmente “salen solos” sin que medie la conciencia en su producción, ya sea por tratarse de respuestas autónomas, o bien automatizadas tras un proceso de aprendizaje y entrenamiento: la articulación y fluidez del habla, la atención y concentración, la respuesta sexual, la conciliación del sueño, etc. La percepción de dichos fallos, crea dudas en la persona que los experimenta sobre su adecuada regulación y produce desconfianza sobre el normal y correcto funcionamiento de sus funciones y facultades.
En algunos casos, la ansiedad genera, como parte de sus síntomas y manifestaciones, una sensación de extrañeza e irrealidad, como si estuviéramos viendo la realidad a través de un cristal o “como en una película”, como si nos sintiéramos ajenos a nosotros mismos (despersonalización) o al entorno (desrealización).
Del mismo modo que la sobre-preocupación por la salud física lleva a la vigilancia y observación de diferentes funciones y manifestaciones fisiológicas, el temor a perder el control lleva a la auto-observación y seguimiento de nuestro pensamiento, la ejecución de actividades y sus posibles efectos.
El temor a volverse loco
En algunos casos, ese sentimiento de descontrol, desorden o irrealidad se equipara a la idea de trastornarse o volverse loco. En casos extremos este miedo está en la base de las llamadas “fobias de impulsión”, que se caracterizan por la percepción de un alto riesgo de perder la cabeza, trastornarse, en un momento dado y, como consecuencia, hacer algo grave e irreversible, como tirarse desde al balcón, hacer daño a niños u otras personas con cuchillos, o de otras formas, empujar a alguien al tren o a la calzada al paso de los coches, etc.
La presunción de que podría trastornarse, lleva a la persona a estar especialmente alerta y evitar aquellas circunstancias (balcones, jugar con niños pequeños, etc.) dónde, si se llegara a perder la razón, las consecuencias fueran más graves e irreversibles. No es que tenga intención de hacerlo y haya de vigilarse para impedirlo (como a veces piensan los propios pacientes). Todo lo contrario: lo último que quisieran que pasase en el mundo es eso, y por ello, quieren estar advertidos y prevenir los riesgos para que ni siquiera en un supuesto “momento de locura” pudieran hacerlo.
Digamos que, en cierto modo, se ha dado al cerebro la orden de que no se olvide de ese riesgo –por otro lado, absolutamente inexistente-, y dispare las alarmas cuando las consecuencias de la supuesta pérdida de la razón pudieran ser extremas. En consecuencia, el sistema de avisos y advertencias asociado al mecanismo de la ansiedad hace que vengan reiteradamente al pensamiento imágenes o ideas al respecto, muy particularmente cuando estamos frente a circunstancias más críticas (presencia de cuchillos, alturas, etc.). El objetivo es… prevenirse de uno mismo si se diera la supuesta locura.
Estos pensamientos, que confunden e importunan al individuo, son efecto de extremados sistemas de prevención, sin embargo, son tomados por el sujeto como si fueran impulsos internos o pensamientos perversos que les llevarán a hacer lo que no quieren. Aunque no tienen nada que ver, muchas pacientes interpretan estos fenómenos como indicadores de estar sufriendo, o llegar a sufrir, trastornos mentales de tipo psicótico, como esquizofrenia. Es imposible volverse loco como consecuencia de crisis de pánico u otros trastornos de ansiedad.
_________ Fuente: J. Carlos Baeza Villarroel. Clínica de la Ansiedad. Especialistas en Madrid y Barcelona. Psicólogos y psiquiatras.
Video: El temor a perder el control o a volverse loco
Solemos decir que la ansiedad no nos deja concentrarnos en una conversación, en ver la televisión, en una lectura o en el trabajo. Sin embargo, los sistemas encargados de la gestión de amenazas de nuestro cerebro tienen otra opinión: lo que constituye una distracción es leer, conversar, o ver la televisión, si hay declarado y sin controlar algún incendio. Entiéndase de manera real o metafórica.
Dicho sistema de gestión de amenazas considera que los recursos de atención, procesamiento de datos y respuesta, en caso de conflicto o incompatibilidad entre tareas, han de disponerse preferentemente al servicio y resolución de los asuntos de consecuencias más amenazantes. Si no lo hacemos así, entiende que estamos siendo imprudentes y, cambiando el orden de valores y prioridades, actuando de modo inseguro. En ese caso, en la pantalla de nuestra conciencia, vamos a recibir automáticamente una serie de avisos y recordatorios, en forma de pensamientos, imágenes o sensaciones, que vienen a decirnos “no te olvides del peligro”, «¡ojo con el incendio!”, “Si, si…tu fíate de la virgen y no corras…”.
Si, por ejemplo, soy hipocondríaco, siento mi salud seriamente amenazada, el resto de cosas pareciera no tener tanta importancia y, aun cuando las haga y me ocupe de ellas, los pensamientos, imágenes y sensaciones importunas me tomarán al asalto, urgiéndome a entrar en ellos. Cuanto más angustiados estemos por el incendio y sus consecuencias, más persistentes e insidiosos serán esos avisos, que, naturalmente, quisiéramos que se fueran y no nos importunaran.
Volviendo al ejemplo, ¿tendría el presunto problema de salud peor evaluación, peor pronóstico, peor tratamiento, o consecuencias, si en lugar de contestar a esas inquietudes perturbadoras ahora, en el momento en que me asaltan, lo pospongo a un momento del día fijado previamente, y allí lo planteo, lo desarrollo, decido qué pasos seguir o no. Parece que la respuesta es no. Sin embargo, siento la urgencia, la prioridad absoluta de hacerlo ahora, de entrar en las bases de datos de internet o de mi cabeza y activar la búsqueda “dolor de cabeza y tumor cerebral”. De entre todos los resultados u ocurrencias ¿Cuáles me saltan a la vista y me quedan grabados a sangre y fuego? Los más desfavorables. Los peores. ¿Cómo salgo de esa consulta, más o menos angustiado que antes? Más angustiado. Pero yo no entre para eso, entré para tranquilizarme. El resultado, sin embargo, es más angustia, más avisos importunos.
¿Qué ha pasado?. Me digo a mi mismo que he estado ocupándome del cáncer (su detección, sus consecuencias). No es verdad. Podría hacerlo en otro momento sin merma de su estudio, afrontamiento y resultados. No es eso lo que explica la urgencia, la impulsividad, que me lleva a pensarlo precisamente ahora, máxime cuando paralélamente tengo otras tareas entre manos. En realidad me estoy ocupando de la angustia que me produce el asunto. Y esa angustia, que me atormenta, no puedo aplazarla, la siento ya, aquí, ahora.
He elegido el momento de hurgar en el asunto no en función de sus necesidades y requerimientos, si no en función del estado emocional asociado, que de hecho es el que quiero regular. Y sería, ¿por qué no?, un objetivo legítimo. El problema es que esa manera de proceder empeora mi estado emocional. El mismo estado emocional que me está lanzando las preguntas importunas y hasta capciosas, me va a dictar la respuesta. En esa tesitura las preguntas son inquietantes, pero las respuestas lo son tanto o más. Las posibilidades de generar respuestas objetivas disminuyen, las de generar respuestas ansiógenas aumentan.
Podemos concluir, pues, que elegir el momento de atender las preocupaciones en función del estado emocional del momento puede ser un error, de consecuencias indeseables. Sin embargo, es cuando tenemos más tendencia o necesidad de hacerlo porque queremos quitarnos de encima el malestar que experimentamos. Ahí está el truco de la hora de preocuparse, un momento del día fijado de antemano, lejos de la hora de ir a dormir. Nos garantiza que no vamos a elegir el momento de ocuparnos de las preocupaciones en función del estado emocional. En cierto modo podemos consideran esta pauta como un procedimiento de gestión emocional, no solo del pensamiento.
Un símil y una pregunta finales. Si tuviéramos una herida –pongamos aquello que origina nuestra ansiedad- que nos produce dolor y mucho picor –pongamos las manifestaciones de la propia ansiedad-, ¿elegimos el momento de curar la herida en función de cuándo nos duele o nos pica?. Rascarse y toquetear la herida cada vez que nos pica o duele, con más ahínco si el dolor y en picor son mayores ¿reduce el dolor y el picor a medio y largo plazo, o siquiera a corto?.
Administración de las preocupaciones
Ante la eventual aparición de un peligro, el organismo reserva prioritariamente gran parte de sus recursos -atencionales, de pensamiento, motores y metabólicos- para la disposición de acciones defensivas, en detrimento de otras acciones que quedan relegadas o asistidas bajo mínimos. Si por ejemplo, pongamos por caso, un recolector acude a comer a un determinado paraje, donde, en un momento dado, aparecen señales de la posible presencia de un león en las cercanías, tiene mucho sentido adaptativo para su supervivencia – y por extensión para la de la especie- que su organismo entienda que ha de preocuparse y ocuparse, preferentemente, de que no lo coman a él , antes que de comer, disponiendo las operaciones pertinentes:
Agudizar los sentidos respecto de estímulos relevantes indicadores de la evolución de la amenaza – atención selectiva, sesgo atencional-.
Obstaculizar la recepción y procesamiento de otros estímulos no relacionados con la amenaza (textura, color o forma de las hierbas alimenticias, en este caso) . El organismo considerará una distracción injustificada atender otra cosa que no fuera el posible peligro inminente.
Relacionar con la amenaza posibles indicios normalmente neutros o de procedencia incierta, por ejemplo movimientos de juncos por el aire –sesgo interpretativo-.
Prepararse para respuestas de huida o protección. Podría ser incluso que el animal defecase de forma que algunos recursos fisiológicos y metabólicos dispuestos para propiciar los procesos digestivos, se desactiven, quedando disponibles para la eventual respuesta defensiva.
La postergación de otros planes durante un tiempo limitado no tendría normalmente graves consecuencias: si no se ha podido comer ahora, se hará después o mañana. La mayoría de las amenazas a que se ven expuestas las especies animales, y el hombre hasta hace poco tiempo en términos evolutivos y filogenéticos, son puntuales, de carácter inmediato -procesos cortos de anticipación-. Sin embargo, si dichas operaciones defensivas son permanentes o muy duraderas, si requieren de largos procesos anticipatorios y no quedan zanjadas con simples operaciones motoras, se convierten en un problema, fuente de nuevas amenazas: no se podría pasar mucho tiempo sin comer, o sin dormir, con vómitos o diarreas, sin poder ocuparse de otros planes, demorables hasta cierto punto pero a la postre necesarios.
A nivel cognitivo, una de las funciones de la ansiedad es generar avisos y advertencias sobre aquellos asuntos que consideramos amenazantes y no están resueltos, de forma que no se nos olviden y nos pre-ocupemos por ellos. El procedimiento de atenderlos cada vez que se presentan, incrementará el estado de alerta, no favorecerá un afrontamiento más efectivo y restará recursos reiteradamente a otros planes que terminan también por pasarnos factura.
La hora de preocuparse
Un procedimiento podría ayudarnos en estos casos: establecer en un momento del díaLa Hora de PreocuparseDicho procedimiento consiste en demorar o aplazar la consideración y análisis de los temas que nos importunan a un determinado intervalo horario del día, entre 15-20 minutos, reservado exclusivamente para considerar los asuntos inquietantes que frecuentemente nos vienen a la cabeza. No se trata de ignorar los problemas o desentendernos de ellos, antes bien destinamos un tiempo específico para ello. Nos vamos a ocupar de ellos, pero no cada vez que vengan a nuestra cabeza, o se evoquen por cualquier proceso asociativo.
No podemos hacer nada, en principio, para que no nos asalte o venga a la cabeza algún asunto inquietante o recurrente. Sí podemos, sin embargo, decidir si vamos a considerarlo ahora -planificarlo, prever determinadas consecuencias, etc-, o si por el contrario aplazamos su consideración al momento señalado, donde veremos si son procedentes y que tratamiento darles. Éste es el procedimiento que seguimos normalmente en la gestión de otros asuntos, muchos de los cuales consideramos también importantes o graves. Nos puede venir a la cabeza que hemos de hacer la declaración de renta, cuestión de la que depende que vayamos de vacaciones a un sitio u otro, por ejemplo. Sin embargo, no interrumpimos una conversación, u otra tarea en curso, para ir a buscar los papeles y certificados correspondientes, ni nos ponemos a hacer mentalmente las cuentas, calcular dónde podemos ir de vacaciones, y si nuestra familia se mostrará satisfecha o decepcionada con las opciones resultantes. Lo que hacemos es fijar un momento o sucesivamente más de uno, para ocuparnos de esas cuestiones.
La forma más elemental de que una cosa nos afecte menos -sin perjuicio de posibles iniciativas sobre su afrontamiento o consecuencias- es que nos afecte menos tiempo y nos interfiera en menos cosas. Una idea desasosegante e importuna nos puede asaltar muchas veces al día. Si no entramos al trapo cada vez que aparece y tratamos de anclarnos a la actividad que tenemos entre manos, la suma de las interrupciones no pasará de unos minutos. Si por el contrario, nos enzarzamos en supuestos, pesquisas, anticipaciones, posibles fallos, la suma del tiempo empleado en detrimento de otras tareas se contará por horas, sin que por ello hayamos ganado más operatividad: la mayoría de pensamientos de contenido angustioso terminan por ser repetitivos. Damos vueltas a las cosas en términos muy parecidos a como hicimos esta mañana, ayer o anteayer. No es un pensamiento que nos lleve a conclusiones nuevas, a formas alternativas de actuación. Por tanto, su aplazamiento no resta eficacia a la consideración de los problemas. Simplemente, pasamos menos tiempo recreándolo, con la angustia que conlleva, y liberamos tiempo y recursos para atender mejor otras tareas, de donde se derivará una disminución de problemas añadidos y una mayor percepción de control y eficacia.
Algunos pensamientos negativos e importunos, tienen más o menos fuerza en función del estado emocional y la perspectiva que tenemos en el momento en que aparecen. El aplazamiento permite superar en parte este problema, dado que el momento en que se presenta el pensamiento amenazante y el momento en que se atiende son distintos, y probablemente el estado emocional y la perspectiva también.
La técnica del aplazamiento, pues consta básicamente de dos pasos:
Establecer la hora de preocuparse: fijar un determinado momento del día, de una duración entre 15-20 minutos, específicamente destinado a considerar los temas recurrentes que nos angustian. Se ha de evitar que la hora de preocuparse esté cerca de la hora de acostarse. Consultar con la almohada es un hábito inadecuado que puede interferir en la conciliación del sueño. Es aconsejable que inmediatamente después de la hora de preocuparse, se disponga una actividad con capacidad de captar nuestra atención (tareas de actividad, interactivas, etc.).
Aplazar o diferir a la hora de preocuparse los contenidos ansiógenos que suelen aparecer reiteradamente, a pesar de que sigan viniéndonos a la cabeza: nos centramos en la actividad que tenemos entre manos y reducimos a ruido o interferencia las llamadas de los pensamientos amenazantes, sin entrar a procesarlos, sin recrearlos, ni desarrollarlos. Tiene su dificultad, pero poco a poco puede conseguirse, no siempre, pero sí en un número elevado de ocasiones.
La técnica de aplazamiento ha de intentarse ante los primeros resbalones del pensamiento, no cuando ya estamos atollados hasta al cuello, o ya inmersos en las arenas movedizas de la ansiedad, donde cuanto más nos agitamos para salir, más nos hundimos, sin que haya ya nada a que agarrarse.
Fuente: J. C. Baeza Villarroel. Clínica de la Ansiedad. Psicólogos especialistas en tratamiento de la ansiedad. Madrid y Barcelona.
Video Ilustrativo: Administración de preocupaciones